Mi cuerpo, mi casa
Por Sandra Martínez
Hace algún tiempo vi la entrevista realizada por Luchadoras, programa de televisión por internet, a Diana Torres, activista anarco feminista, quien en su narración sobre el pornoterrorismo señaló cómo comprende el cuerpo. Para explicar su concepción de éste, usó una metáfora que se me quedó grabada: “Entiendo el cuerpo como una casa, la única casa de la que no me pueden desalojar, de la que no me pueden echar, salvo si me matan […] El conocimiento de esa casa es básico”. Estas pequeñas líneas hicieron un gran eco en mí y es de lo que quiero escribir: nuestro cuerpo, ese único hogar que nos pertenece y que no conocemos o reconocemos, el espacio que habitamos diariamente y que en varias ocasiones damos al otro, pero no nos permitimos hacerlo nuestro.
“No te toques ahí”, “esa ropa no te queda”, “no te hagas un tatuaje”, “no te perfores”, “no muestres tanta piel”, “no te cortes el cabello” y tantas y tantas más frases que he escuchado a lo largo de mi vida como una censura para mi persona; esto se presenta desde el núcleo familiar y en los distintos grupos sociales en los que a diario convivimos. Pero ¿quiénes, y desde cuándo, decidieron cómo habitar nuestras casas? El cuerpo ha sido ese territorio del que todos hablan, pero pocos exploran porque históricamente hay una cooptación de ese espacio por parte del patriarcado que nos obliga a darnos al padre, novio, esposo e hijo. Es decir, somos para otros, pero pocas veces para nosotras y sí, hablo específicamente de las mujeres, quienes a lo largo de siglos hemos tenido que enfrentar distintas y duraderas relaciones de dominación. A partir de décadas atrás se ha comenzado un cuestionamiento sobre cómo vivimos; lo cual incluye que no hay una única forma de habitar nuestros cuerpos, como se ha normalizado.
Hay distintas formas de habitar las casas; lo que implica poder expresarnos a través del cabello, la ropa, los movimientos, los gestos; la búsqueda placeres sexuales y con quién compartirlos. Sin embargo, ¿cómo habitar y disfrutar de mi casa si no la conozco? Para llegar a todo esto es indispensable el reconocimiento de nuestros cuerpos; conocer de qué estamos hechos, no sólo de forma física, sino también de manera emocional, comprender las vulnerabilidades que vivimos como mujeres y cómo podemos enfrentarlas.
La auto exploración de los cuerpos implica uno de los mayores retos del ser humano: conocerse a sí mismo, no temer a descubrir cómo es esa casa que habitamos diariamente y de la que poco sabemos; aprender a disfrutar de nuestra sexualidad. Si uno conoce cómo es su casa y qué necesita, podrá habitarla de la forma que haya elegido, incluso se puede modificarla si así lo quiere y necesita la persona. Sin embargo, lo que uno debe anteponer a todo es cuidar cada habitación, cada ventana y todo el piso porque nuestro cuerpo es el único lugar donde viviremos todo el tiempo.
El cuerpo no es una materia que posea gustos e identidades a priori. En la vida no sólo se construyen los cuerpos, sino también se aprende cómo habitarlos a través del reconocimiento y la lucha de las construcciones históricas que “heredamos”, porque reconozco que habitar estas casas no depende sólo de voluntad, sino de combatir las estigmatizaciones y desigualdades de género, clase y etnia.
Otro punto respecto a nuestra casa es a quién invitamos. Compartir y dejar que alguien más conozca nuestro cuerpo es una decisión que sólo tomamos nosotros bajo la premisa del autocuidado y respeto. Lo principal a tener en cuenta es que uno puede formar una relación con uno u otros, pero al final la casa es nuestra, la podemos compartir, pero nadie más puede decidir sobre ella. ¿Quién deja que un externo venga a poner las reglas, a desordenar los muebles, a rayas las paredes o a pisar las plantas? Porque al final el cuerpo es ese hogar donde nos refugiamos y descansamos de todo.
Habitar nuestros cuerpos, y cómo queremos hacerlo, es un trabajo diario e individual, pero para ello se necesita de una lucha colectiva y de por vida.
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Texto editado por Martín López Gallegos.
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